En el silencio de las doce de la noche paso por la catedral iluminada de naranja. La plaza está desierta. El camarero que anda guardando las sillas de la terraza del bar Aurora no cuenta porque está pensando en la vida y no tiene ni ojos ni oídos para esa medianoche de la plaza o para las cigüeñas que arriba en los chapiteles empiezan de pronto a crotorar. La noche silenciosa y sola salvo por el ruido de las cigüeñas me llena de alegría porque estoy pasando por ahí justo a esta hora medianoche y soy el único testigo de los postigos cerrados de las casas, de la calle Santa Lucía y la calle Pagador en toda su largura solas sin nadie, la alegría del trayecto
que me queda por delante que no sé cómo explicar. Me acuerdo de pronto de las noches montevideanas en las que aún hacía calor y yo no quería volver nunca a casa y vagabundeaba subida en la bicicleta por la oscuridad bajo los castaños de Indias y las calles mal iluminadas y peor pavimentadas. El viento similar, la felicidad súbita que a veces nace de andar de noche por la calle para ti sola. Algo que sube del asfalto soledad, del perder la prisa, del saber que estás a salvo porque los habitantes están dormidos hace rato tras los postigos cerrados de las casas.
Yo pensaba anoche que volvía por la calle desierta
si
quedarme un rato sentada en un banco
escuchando
a las cigüeñas crocotar
me
di cuenta de que sería tanto mejor
imaginarme
que me sentaba
mientras me iba a casa
de
esas estampas de Loulou a medianoche en bicicleta
recorriendo
la ciudad sin nadie ya tengo muchas repetidas
igual
me gustó el paseo de anoche, pero es eso
como
ya sé cómo termina la historia y soy la escritora y la
protagonista, me voy a buscar otra historia.
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